- por Exequiel Arias para el Diario del Juicio
PH Archivo Operativo Independencia - Gentileza Archivo Nacional de la Memoria
Los pequeños hermanos Abad quedaron solos por
meses cuando secuestraron a sus padres
Silvia Eusebia Abad tenía 6 años cuando se llevaron a sus padres y a uno
de sus hermanos, en marzo de 1975. Ricardo Abad vivía con su familia -su
esposa, Asunción Dolores Albarracín y sus hijos- en Santa Lucía, departamento
Monteros. Abad tendría 54 años aproximadamente y no tenía ningún tipo de
militancia política, le relata su hija al tribunal integrado por Gabriel Casas,
Juan Carlos Jiménez Montilla y Carlos Reynaga.
Silvia y su familia vivían a pocas cuadras de la base militar que se
había instalado en el ex ingenio Santa Lucía, a donde creían que había sido
llevado Abad, a Asunción y a su hermano Raimundo, quien habría tenido 15 años
en ese momento. Raimundo estuvo detenido una semana, aproximadamente, pero los
padres se ausentaron por mucho tiempo.
Durante ese tiempo, los pequeños Abad estuvieron solos. Eventualmente,
un militar de apellido Ausile se acercaba al domicilio para darles de comer o
para asegurarse de que los vecinos les llevaran comida.
Nadie se quería acercar a ellos por miedo a represalias por parte de las
fuerzas armadas. El menor tendría 6 meses.
Entre lágrimas, Silvia contó al Tribunal que no recuerda cuánto tiempo
estuvo detenida su madre. Recuerda, si, que los militares realizaban rondas en
el barrio; y que ella y sus hermanos se escondían debajo de la cama cada vez
que iban a su domicilio.
Un día, los militares llevaron a su padre de vuelta a la casa, para que
vea a sus hijos por última vez y se despida de ellos. Ricardo Abad se
encontraba en un estado lamentable, atado con alambres y severamente magullado.
Silvia relata que su padre “se despidió y no volvió más”.
Asunción regresó muy asustada y reacia a contar los hechos y a
denunciar. El jueves 1 de septiembre, 41 años después, pudo relatar lo que le
pasó, frente al tribunal.
Contó que, en el año 1975, trabajaba como empleada doméstica y vivía en
Santa Lucía junto a su marido Ricardo Abad y sus seis hijos. Que a ella la
secuestraron un día antes que a su marido. Que sus hijos le dijeron, ya que le
cuesta recordar en detalle, que las personas que se la llevaron estaban
uniformadas y que uno de ellos estaba vestido de civil. Que nunca supo el
motivo de su detención, ya que jamás se le exhibió algún tipo de orden de
arresto o papel oficial; sólo le dijeron que se la llevaban “para
averiguaciones”.
Previo a su detención, supo que los militares merodeaban la zona de su
casa constantemente. Ella horneaba panes para vender o para alimentar a sus
hijos, pero los militares siempre “le revolvían las ollas” y le cuestionaban
“por qué hacía tanto pan”. Sospechaban de ella todo el tiempo.
Está segura de que estuvo presa en la base militar del ex Ingenio Santa
Lucía por un par de días, y que luego la trasladaron vendada y maniatada a otro
lugar desconocido. Fue maltratada y muy golpeada por fuerzas del Ejército
argentino. Luego de cuatro meses de haber sido secuestrada, la dejaron en la
ruta, a la madrugada. Regresó caminando a su domicilio.
En ese entonces, Asunción no sabía leer ni escribir. Estaba aterrorizada
y no sabía a quién acudir para pedir ayuda. “Nadie se ofreció, yo necesitaba
alguien que me ayude”, exclamó.
Nunca más supo nada de su marido. Relata al Tribunal que una de las
cosas que más le duele es que sus hijos hayan presenciado el deplorable estado
en que estaba Ricardo Abad cuando los militares lo llevaron a su casa para que
se despida de su familia. “Pedía que lo bañen. Estaba molido, muy golpeado. Los
chicos han visto todo eso. A mí me duele todo lo que pasó y que las criaturas
hayan tenido que verlo también”, sollozó.
La vida militarizada
Juan Nicolás Coronel, que era vecino de los Abad, en Santa Lucía, relató
que el despliegue militar en la zona comenzó en noviembre de 1974: policías de
la Provincia, de la Federal y personal de Gendarmería fueron sumándose
progresivamente, hasta instalar una gran base militar en el casco del ex
Ingenio Santa Lucía, en el año 1975. Esta militarización del pueblo atravesó la
vida cotidiana de la comunidad: las rondas, las fuerzas de tareas y los
allanamientos ilegales se habían convertido en una práctica común de las
fuerzas armadas.
Era muy joven, iba a la secundaria en Monteros y participaba de
reuniones de la JP “para conseguir cosas” para la escuela técnica a la cual
asistía.
Fue secuestrado por primera vez en febrero del ’75, cuando lo llevan al
casco del ingenio, donde funcionaba una base militar. La segunda detención se
produce en julio de ese año, el día que los militares habían llevado a Ricardo
Abad en su domicilio, y el joven se acercó para auxiliarlo, ya que se
encontraba “muy deteriorado”. Pocas horas después, fueron a buscarlo para
llevarlo detenido de nuevo. Esta vez Juan Coronel cree que lo llevaron a
Baviera, ya que reconoció la voz a uno de los tenientes que lo tenía detenido y
con quien se había cruzado varias veces. “En un pueblo así jugábamos al fútbol,
al básquet o al tenis; nos conocíamos todos”.
Luego de que su familia moviera cielo y tierra para encontrarlo, Juan
fue liberado. Recordó que la base militar estuvo instalada en Santa Lucía hasta
el año 1982. El año anterior, su hermana había sido detenida, pero “nunca pudo
recuperarse” y terminó suicidándose.
Juan denuncia ante el tribunal que el terror afectó al pueblo
tremendamente. La gente de Santa Lucía estaba calificada de “extremista”;
incluso las actividades deportivas estaban atravesadas por este estigma:
“teníamos un equipo de fútbol que participaba en la liga. Desde las tribunas,
la gente gritaba e insultaba al equipo de Santa Lucía”.
Una familia de cosechadores de limón quedó destrozada por terrorismo de
Estado
Segundo Oscar Porven, secuestrado el 25 de julio de 1975, es uno de los
nombres que, al leerse su expediente ante el tribunal que juzga crímenes de
lesa humanidad en Tucumán, termina con las palabras “hasta la fecha continúa
desaparecido”.
A Segundo Oscar le decían “Freido”, contaron sus hermanos, Julio Antonio
y María Esther. Ambos declararon en el juicio por los delitos cometidos durante
el “Operativo Independencia”, en Tucumán.
Julio tiene 61 años y es albañil, María Esther tiene 63 años y es ama de
casa. Cada uno, a su turno, relataron que, en 1975, todos los varones de la
familia Porven trabajaban cosechando limón para la citrícola San Miguel.
Ninguno de ellos tenía algún tipo de actividad gremial o afiliación política.
La noche del 25, cerca de las cuatro de la mañana, un grupo de tareas
con uniforme del Ejército irrumpió en la morada de la familia, tras derribar la
puerta.
María Esther no estaba en el domicilio, pero sus hermanos le contaron
después que los intrusos golpearon a toda la familia y los pusieron contra la
pared. Segundo Oscar fue al único al que se llevaron esa noche.
Los hermanos relataron que la familia recorrió muchos lugares para dar
con el paradero de “Freido”, sin éxito alguno y con muy pocas pistas sobre
dónde se encontraba. Les dijeron que lo habían visto en la Escuelita de
Famaillá, pero -al indagar allí- no recibieron ningún tipo de información.
María Esther finaliza su relato contando al Tribunal que su madre quedó
muy conmocionada por los hechos vividos, que sufrió considerablemente la
desaparición de su hijo y que la vida posterior para toda la familia “fue un
calvario”.
"Casi me matan"
Raúl Osvaldo Guidi tiene 70 años, es jubilado y actualmente reside en
Frías, Santiago del Estero. A él lo detuvieron el 4 de junio de 1975, a punta
de ametralladora, un teniente y dos soldados, mientras estaba en su casa. Lo
llevaron a una base militar y poco después lo cargaron en una camioneta hacia
un lugar que, está seguro, era Famaillá. Durante los interrogatorios,
bajo tortura, le preguntaban a quién conocía, si tenía afiliaciones políticas,
si tenía vínculos con los guerrilleros. El día en que lo liberaron, le hicieron
firmar una declaración donde aseguraba que había sido tratado bien, cuando en
realidad “casi lo matan”, en sus palabras.
Una de las cosas que mejor recuerda es
cómo lo acusaban de ser guerrillero, y que ponían música para topar el sonido
de las sesiones de torturas.
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