- por Marcos Nahuel Escobar para el Diario del Juicio
Antes de lo que ella describe como "la noche más larga y cruel de mi vida", uno de sus hermanos ya había sido secuestrado. Un día, él se fue con el cura del pueblo y no lo volvió a ver más. Años más tarde, un amigo de la familia confesaría que vió como lo “levantaba” un grupo de tareas en un Falcon verde, en una esquina frente al hospital de San Pablo, donde vivían.
El 22 de marzo de 1975, ella estaba en el casamiento de una vecina, al que había asistido con su madre y su otro hermano. Tal como relataron otros testigos que estaban en la misma fiesta, en mitad de la noche el ejército irrumpió en plena celebración, acompañado de un grupo armado vestido de civil. Entraron, a los gritos, preguntando por los hermanos Aranda. Llevaban una lista con nombres de personas que buscaban.
Un miembro del Ejército, llamado Guillermo Ramela, le preguntó por su hermano, recordó con claridad la testigo. Ella contesto que ya lo habían hecho subir a un camión junto con los otros hombres que habían separado de la fila. El militar le contestó que ese no, el otro, el cual ya se encontraba desaparecido.
La llevaron a la fuerza a la comisaría del pueblo, donde la golpearon brutalmente, le pusieron un arma en la cabeza y -mientras gatillaban y se reían- le preguntaban por su hermano y si “tenía ganas de morir”. Cuando finalmente se desmayó, en medio de los golpes, los captores le arrancaron la ropa y la violaron. Ella tenía 13 años al momento de los hechos. "Me golpearon tanto que yo ya no sabía qué hacer”, sollozó.
Un capitán del Ejército fue quien dio la orden de que se detuvieran y ordenó que la liberen. Sosteniendo el pantalón desgarrado y casi sin poder pararse, fue llevada a la entrada de la comisaría, donde estaba su madre. El militar les dijo que, si no aparecía el otro hermano, todos iban a morir. “Te tenés que olvidar de todo esto”, le dijo a la niña.
Uno de sus hermanos reapareció 20 días después. Había sido retenido en el Centro Clandestino de Detención ubicado en la Escuela Diego de Rojas. Tenía quemaduras de cigarrillo y de picana en todo el cuerpo. Murió al año siguiente, en un accidente. El otro hermano, que ya había sido secuestrado antes del episodio del casamiento, continúa desaparecido.
La testigo cuenta como la familia fue perseguida constantemente. Gente que nadie conocía en el pueblo se presentó al funeral de su hermano, diciendo que eran amigos. Una noche, cuando el Ejército realizaba un operativo frente a su casa, “aprovecharon” e irrumpieron a su domicilio, derribando la puerta de una patada.
“Se llevaron toda la plata, rompieron vasos, platos la heladera, la golpearon a mi mamá en el piso. Hasta el día de hoy cuando veo una persona veterana de verde siento miedo. A mi hermano no lo buscamos hasta el 89, cuando fuimos a donar sangre (para comparar el ADN con restos encontrados en fosas comunes). Me llamaron de la Conadep, diciendo que una militante lo había reconocido. Lo habían visto el 15 de mayo del 75. Después de tanto dolor y sufrimiento, hablé con la abogada Laura Figueroa, y le agradezco a ella y a mi psicóloga que me ayudó con todo este sufrimiento", termina su testimonio, y cierra con palabras que los testigos repiten cada vez que se sientan frente al tribunal, casi calcadas: "Esta es mi verdad, señor juez, y le pido a Dios que se haga justicia, si es que hay alguna, porque mi vida está destruida”.
Comentarios